El Derecho al Futuro frente al populismo algorítmico
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diciembre 15, 2024Imaginar la esperanza
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- Por José María Lassalle, miembro del Patronato de Honor de la Fundación Hexagonal.
Vivimos tiempos poco inclinados a la esperanza. Tanto que cuesta imaginarla y, más aún, proyectarla sobre el futuro. Los grandes conceptos e ideas que lo acompañaban están en crisis. Incluso, algunas de ellas, no solo están cuestionadas, sino abiertamente canceladas. De entre todas ellas, la que más sufre, sin duda, es la idea de progreso, que irrumpió con la Ilustración y se convirtió en un programa de cambio político, económico y cultural que impulsó confiadamente a la humanidad desde el siglo XVIII hasta hace un puñado de décadas en pos de un horizonte de esperanza colectiva.
Sin embargo, las crisis ininterrumpidas que vienen acompañando nuestro tránsito por el siglo XXI han erosionado la confianza en el futuro. Hasta el punto de comprometerla y dar pie a que muchos afirmen que la esperanza está cancelada. Incluso del imaginario simbólico de nuestras sociedades. Un hecho que se constata día a día y que proyecta sobre ellas una atmósfera creciente de pesimismo.
Las crisis ininterrumpidas que vienen acompañando nuestro tránsito por el siglo XXI han erosionado la confianza en el futuro. Hasta el punto de comprometerla y dar pie a que muchos afirmen que la esperanza está cancelada.
No analizaré los porqués del fenómeno. Tampoco entraré en detalles sobre el diagnóstico que acabo de ofrecer. Sirva decir que refleja el estado emocional del reducido club de democracias plenas que subsisten en el planeta. Víctimas del miedo, la incertidumbre y la nostalgia del ayer, las escasas democracias que sobreviven lo hacen en precario y dentro de unas coordenadas colectivas de desafección hacia la política que son inquietantes. De ahí que esta desfallezca y que se vea obligada a vivir bajo una mirada tan corta de alcance como ceñida a volcar la escasa energía que sale de ella en no tropezar debido al peso de su impotencia.
Si la esperanza es un estado de ánimo que experimentamos cuando consideramos alcanzable lo deseado, entonces, el punto de partida de nuestra reflexión es saber qué es lo que se deseamos avanzado el siglo XXI y si podemos esperar su consecución. Aquí es donde reside el problema principal. En saber si estamos imaginando un futuro distinto al presente que habitamos y en determinar cuáles querríamos que fueran sus claves. La ruptura de los consensos sociales acerca de lo compartido, el crecimiento de la nómina de malestares colectivos, así como su intensidad y, sobre todo, la radicalización de las conductas polarizadas, hacen que sea aún más complicado invocar la esperanza en nuestros días.
Hay que recordar cómo pensaban nuestros antepasados griegos y recuperar la fe en las posibilidades humanas para imaginar cómo trascender la desesperanza por no hallar, aún, salida a nuestros problemas actuales.
Con todo, a pesar de tan difícil diagnóstico sobre nuestro presente hay margen para seguir contemplando el futuro desde un lugar distinto al que lo hacemos. Para ello, hay que recordar cómo pensaban nuestros antepasados griegos y recuperar la fe en las posibilidades humanas para imaginar cómo trascender la desesperanza por no hallar, aún, salida a nuestros problemas actuales.
Siempre me ha admirado cómo nacía a sus ojos la filosofía: de la creencia de que lo deseado surgía, precisamente, de constatar que se padecía una suerte de aporía que nos condenaba a la adversidad de no tener salida. Lejos de que esta situación les precipitase en la derrota del pensamiento, el contexto de dificultad estructural les motivaba a sobreponerse mediante una alianza del pensamiento con la imaginación. Algo que llevaba a los griegos a trascender el presente y acariciar la posibilidad de un futuro posible y realizable.
Quizá por ello, siglos después, Spinoza no dudaba en decir que el alma nunca yerra por el hecho de imaginar, pues la imaginación es la que da alas al espíritu humano si quiere motivar la creatividad que opera sobre el mundo y lo hace deseable para nuestra acción. Este es el motivo de que sea imprescindible asumir que estamos ante una situación que se parece mucho a la tesis de la calle de único sentido que describía Walter Benjamin, pero que no nos aboca a estrellarnos contra la pared que se dibuja frente a nuestro rostro. Aquí ha de venir en nuestra ayuda la memoria y comprender que otras veces hemos vivido situaciones parecidas y la humanidad ha salido de ellas llevada por el apetito de querer más futuro. ¿Por qué no tendría ahora que ser así también?
Conocemos los problemas y los padecemos. Incluso les ponemos nombres. Nos golpean, pero las reconocemos e, incluso, tenemos capacidad para identificar sus causas. ¿Qué falla entonces? Probablemente la fe en nosotros mismos.
Conocemos los problemas y los padecemos. Incluso les ponemos nombres al hablar de crisis climática, automatización sustitutoria, guerras, desigualdad sistémica, manipulación algorítmica o polarización. Nos golpean, pero las reconocemos e, incluso, tenemos capacidad para identificar sus causas. ¿Qué falla entonces? Probablemente la fe en nosotros mismos porque hemos perdido la memoria de saber que otras veces en el pasado, los problemas y las adversidades han sido vencidas. Quizá necesitamos eso. Decirnos que es posible seguir pensando el futuro y cambiar nuestra relación hacia él.
Algo que requiere un gesto valiente que nos lleve a ver nuestro tiempo como lo que es, sin obviar ni silenciar sus peligros y riesgos. Una mirada que restaure un heroísmo epistemológico que nos movilice a la hora de pensar nuevas respuestas ante una realidad que hemos de ser capaces de reconocerla si la queremos abordar críticamente. Por ello, es fundamental la evitación piadosa del lamento, así como de la espera resignada.
Algo que ha de eludir también aquello que Paul Ricoeur analizaba en El enigma del pasado cuando nos prevenía de incurrir en la tentación de olvidar de forma escapista y de echarse a correr hacia el futuro a través de una aceleración huidiza que deje atrás el presente a toda costa. Entre otras razones, porque si abrazamos cualquiera de estas soluciones estaremos lastrando la consciencia de nuestra situación y minando la capacidad para sonreír con sinceridad ante lo que se avecina.
La valentía es un atributo esencial de la esperanza. Solo mirando nuestro tiempo de frente podremos trascenderlo y modificar su dinámica para dejarlo atrás y convertirlo, de verdad, en pasado. Una épica de la consciencia que rehúse a la nostalgia y que rechace cualquier significación añorante de un tiempo distinto al actual
La valentía es, por tanto, un atributo esencial de la esperanza. Solo mirando nuestro tiempo de frente podremos trascenderlo y modificar su dinámica para dejarlo atrás y convertirlo, de verdad, en pasado. Una épica de la consciencia que rehúse a la nostalgia y que rechace cualquier significación añorante de un tiempo distinto al actual, pues al hacerlo se bloquea la capacidad humana para imaginar el futuro como posibilidad y alternativa. Pero una épica que no busque un conflicto agonista con el presente, sino que propicie la acción y la oriente hacia el cambio creativo que, como refería Edward O. Wilson, libere la fuerza impulsora de lo humano hacia la novedad o, como se diría hoy en día, hacia la innovación que favorece la originalidad del cambio.
¿Cómo? Afrontando algo parecido a lo que Hannah Arendt sugería cuando nos hablaba de desaprender en su ensayo Vita activa. Un esfuerzo el suyo que conserva toda la fertilidad del presente a pesar de los años transcurridos, pues proponía desaprender mediante el perdón, deshaciéndose de imágenes y conceptos cuyo sentido y significación impiden pensar. Un desaprender que no significaba olvidar, sino que convoca la ironía para poner distancia frente a lo que vivimos y lograr un espacio para desplegar la oportunidad que encierra el lienzo en blanco si queremos resignificar la historia y emprender una dirección nueva que no estaba en ella.
El empeño intelectual de desaprender puede ayudarnos a ver las cosas desde una mirada renovada y afrontar trazas de pensamiento que nos conduzcan a imaginar la esperanza desde otro lugar.
Llevada por este empeño de desaprender para crear y confiar en el futuro, Arendt desarrolló una racionalidad esperanzada que no escondía el deseo de trascender los viejos patrones filosóficos y culturales que habían degenerado en el horror de su tiempo y mostrado su esterilidad posterior al tratar de desandar las consecuencias. Un empeño intelectual que puede ayudarnos a emprender hoy una tarea parecida a la suya. Quizá así puedan verse las cosas desde una mirada renovada y afrontar trazas de pensamiento que nos conduzcan a imaginar la esperanza desde otro lugar.
Concluyo. Siempre me ha gustado la reflexión que hacía Ortega sobre el futuro y cómo lo conectaba con el pasado, pues, decía que el recuerdo era “la carretilla que el hombre toma para dar un brinco enérgico sobre el futuro” y que la esperanza es el más visceral órgano de ese salto ya que en la memoria que nos trae al presente lo que fue posible en el ayer, el ser humano ha de encontrar “el culatazo que da la esperanza”. Lo dejo ahí porque necesitamos ese culatazo que nos lleve a otro lugar y nos movilice sabiendo que hemos podido salir del pasado sin asfixiarnos en él. A lo mejor es que desde niño me impresionó leer a Hölderlin decir que “donde está el peligro crece lo que nos salva”. A mi me curó entonces del miedo y su aliento me empuja también hoy.
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- Este artículo pertenece a la «Colección Derecho al Futuro«, un proyecto de la Fundación Hexagonal que pretende redefinir el concepto de progreso e invocar un nuevo contrato social centrado en la recuperación de la confianza ciudadana en la democracia, a través de la reflexión, la deliberación, la participación, el diseño colaborativo y la innovación social; para superar las crisis de desafección e imaginación que afectan a nuestras instituciones y organizaciones.