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- Derecho al Futuro es un proyecto de la Fundación Hexagonal que pretende redefinir el concepto de progreso e invocar un nuevo contrato social, para recuperar la confianza de la ciudadanía en la democracia y superar las crisis de desafección e imaginación que experimentan nuestras instituciones y organizaciones.
- Este artículo de Raúl Oliván, director de Hexagonal, es el primero de una colección de post en el que participarán humanistas, filósofas, tecnólogos, policy makers y académicas.
Hace cinco años llegué a mi habitación en Washington y me encontré una carta de cortesía en mi escritorio, me daba la bienvenida el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, en mi calidad participante en el International Visitor Leadership Program, que en aquella edición del año 2019 se dedicaba al activismo democrático. Recuerdo que, además de la sorpresa, me fijé atentamente en la firma que cerraba aquel papel elegante, era la típica impresión digital que imita a una signatura hecha a mano para darle más valor y cercanía al documento. La firma de Trump era de trazo muy grueso, con grandes líneas que expresaban mucha rotundidad y autoridad, hechas con un rotulador en el que se había ejercido tanta presión como para doblarle la punta.
Le queda poco -pensé- mientras sonreía levemente en la soledad de mi habitación en un hotel del barrio diplomático.
Cinco años después, aunque mi hipótesis acabó siendo cierta y Biden ganó aquellas elecciones, todo se ha desmoronado de nuevo. Mi sonrisa se ha convertido en un gesto de contrariedad, y la firma de Trump volverá con más autoridad que nunca a rubricar leyes y decretos desde el despacho oval.
Su reelección es una señal clarísima de que las cosas no están funcionado como deberían. Y no me refiero solo a Estados Unidos. Más allá de acertar con el diagnóstico de las causas, esta segunda victoria debería implicar consecuencias en la hoja de ruta de las instituciones y organizaciones de las democracias de todo el mundo. Necesitamos diseñar una nueva agenda para gobernar los desafíos comunes que resintonice con las expectativas razonables de la mayoría.
El mismo esquema que desarrollamos para explicar el ascenso de Trump hace ocho años (descontento de la clase media y trabajadora, discursos anti-establishment, fake news, miedo a la inmigración, desconcierto frente a la digitalización de la economía y la globalización…) nos sirve ahora para volver justificar los resultados, y eso es, quizá lo más preocupante. Que, conociendo las causas y las raíces, el partido más poderoso del mundo -el Partido Demócrata- habiendo liderado el gobierno más poderoso del mundo durante cuatro años, no haya sido capaz de revertir esta tendencia.
Hay quienes quieren moderar su pesimismo depositando sus esperanzas en que la primera legislatura no fue para tanto, porque la robusta arquitectura institucional estadounidense ponderó notablemente el ímpetu caníbal del multimillonario, por lo que deberíamos de confiar, otra vez, un poco más en el sistema.
Otros, sin embargo, lo ven más negro que nunca. No solo por los resultados, que han otorgado casi todo el poder al Partido Republicano, cuya estructura está completamente rendida y entregada a los deseos e intereses de su líder, sino también por esa sensación de inevitabilidad que mencionaba antes y, por tanto, de su potencial contagio global.
Populismo y tecnocracia
El populismo como fenómeno emergente y sorpresivo nos dejó fuera de juego en 2016, pero ocho años y un centenar de ensayos después, su segundo ascenso, como cuerpo político ya identificado y diagnosticado, a través de un proceso calculado y planificado mucho más obvio y previsible, nos ha dejado noqueados porque acredita la incapacidad de los progresistas para responder eficazmente a esta tendencia confirmada.
Se inaugura de este modo un nuevo capítulo en la historia y certifica la vulnerabilidad de la democracia liberal, anticipando un ciclo largo de cinismo político y predicadores virales que, visto lo visto, no sabemos hasta dónde puede llegar. Trump le ha dado una bofetada de contingencia a Fukuyama y a su fin de la historia. El destino lineal y unívoco de nuestras sociedades occidentales ha tomado una bifurcación inesperada, esto ya no se puede calificar de meandro coyuntural.
De la primera victoria a esta, el populismo de Trump, o como quieran llamarlo los taxonomistas del ramo, ha evolucionado y se ha vuelto más sofisticado al asociarse conceptualmente con la tecnocracia algorítmica de Elon Musk. Decía nuestro amigo y patrono honorífico, Daniel Innerarity, que las dos patologías de la democracia contemporánea son precisamente populismo y tecnocracia. Que populismo es un exceso de demos sin cracia, es decir, un simulacro de cesión directa y sin intermediación a la gente apelando a sus emociones e instintos, pero emancipado de la realidad y, sobre todo, oblicuo a la solución operativa de los problemas cotidianos. Mientras que tecnocracia es, al contrario, una inflación de cratos sin demos, el imperio de la gestión y los datos sin ningún resquicio de empatía con la gente, a la que se gobierna como números de una cuenta de resultados, bajo el paraguas de un supuesto eficientismo que suele enmascarar un desprecio elitista por la voluntad de la mayoría.
Este tándem entre populismo y tecnocracia es la innovación política más reseñable que nos ha traído la segunda victoria de Trump, y lo que debería hacer sonar todas las alarmas, con mayor intensidad aún que hace ocho años. La épica intestinal del populismo trumpista y sus mensajes fuertes apelando a una identidad excluyente (America first, Make America great again, …) se ha asociado virtuosamente con el poder legitimador de una teoría con apariencia científica, sostenida sobre la fuerza irrebatible de unos datos y una tecnología superior e infalible, que consigue investir de cierta divinidad a esta dupla políticamente incierta pero electoralmente arrolladora.
Esta coalición improbable entre fans de la lucha libre y criptobros, seguidores acérrimos de Trump y Musk respectivamente, puede que sea una caricatura interesada de la elite intelectual liberal que esté eclipsando la verdadera profundidad del fenómeno, pero como parte visible de este iceberg político, nos da algunas pistas para especular con la morfología de las raíces en la que se sustenta este nuevo populismo algorítmico.
Populismo y tecnocracia, Trump y Musk, se complementan bien porque, a pesar de su excentricidad y paroxismo, consiguen construir un espacio artificial e insospechado de contractualidad social en el campo magnético que proyectan sus visiones excluyentes y polarizadas del mundo.
Populismo y tecnocracia, Trump y Musk, se complementan bien porque, a pesar de su excentricidad y paroxismo, consiguen construir un espacio artificial e insospechado de contractualidad social en el campo magnético que proyectan sus visiones excluyentes y polarizadas del mundo.
Contrato social, una comunidad de un futuro indivisible
Reducido a lo más básico, el contrato social es una comunidad tácita de sujetos que comparten dividendos de un futuro indivisible. Como estado, nación, territorio o ciudad, los ciudadanos conviven entre sí y ceden una porción de su libertad porque aceptan, la mayoría de las veces de forma inconsciente, que les irá mejor juntos que por separado.
El contrato social como emoción, por lo tanto, es una sustancia abstracta que se alimenta de dos ingredientes principales. La idea de nosotros o nosotras, de sujetos que se reconocen cierta interdependencia entre sí, y el concepto de futuro, como el más universal de los bienes comunes que comparten esos mismos individuos ¿cómo es el futuro que anhelamos? y ¿quién tiene derecho a ese futuro deseado? Son las preguntas que han sabido interpretar con astucia los dos plutócratas.
No en vano la disputa ideológica entre sistemas y latitudes políticas no ha cambiado nada, la pregunta inconsciente que se hacen los ciudadanos al elegir su opción electoral sigue siendo la misma de siempre, ¿cuál es la forma más eficaz y equilibrada de provisión de identidad (nosotros) y de esperanza (futuro)? O, dicho de otro modo, ¿quién nos garantiza que nuestros hijos vivirán mejor que nosotros mismos? ¿Quién nos asegura que viviremos mejor que nuestros padres? O, como mínimo ¿no peor que ellos?
Identidad y esperanza
En este sentido, las razones por las que Trump y Musk han ganado las elecciones las podemos resumir en dos:
Primero porque han proporcionado cantidades ingentes de ambos productos a su electorado. La identidad la pone Trump con su gorra roja y la esperanza la proyecta Musk con sus viajes a Marte y los chips inteligentes. Arquetipos de hombres auténticos, duros y hechos a sí mismos, han sabido cubrir ambos flancos del contrato social emocional, lanzando mensajes poderosos y evocadores a una sociedad que tiene miedo: miedo a la diversidad, miedo a perder el trabajo, y miedo a perder sus familias y sus tradiciones. Solemos afirmar indignados que han dividido a la sociedad, pero obviamos que esa misma idea implica que han sabido cohesionar muy bien entre sí a una parte importante de ella, dándoles, a su particular manera, identidad y esperanza.
Segundo porque la legislatura de Biden o la agenda de Kamala Harris no han sabido cristalizar ni lo uno ni lo otro. Ni los indicadores económicos razonablemente favorables, ni los tímidos avances en políticas sociales, ni la defensa de los derechos, especialmente de las mujeres, han sido suficientes para inspirar una hoja de ruta convincente para la sociedad estadounidense. Un diagnóstico que, con matices, se puede extrapolar a un amplio rango de países y gobiernos de signo liberal, socialdemócrata o democristiano. Miren a Francia, Alemania…
Como señalaba al principio, quizá lo más grave es la inevitabilidad del fenómeno, que, conociendo ya el tamaño y naturaleza del adversario, con todos los recursos a su alcance en el país más poderoso, las fuerzas progresistas y liberales no hayan sido capaces de reconstruir un proyecto político que proporcione lo más básico y elemental: una justificación razonable para confiar en que debemos seguir invirtiendo en nosotros mismos, no solo como individuos aislados sino como sociedad o, incluso, en un sentido más amplio, como planeta.
Derecho al futuro
Este es el contexto en el que brota el nuevo proyecto de Hexagonal que llamamos Derecho al Futuro y que expresamos de forma provocadora y ambiciosa en un único artículo provisional:
“Toda persona tiene derecho a soñar con un futuro mejor para su territorio, su comunidad y para sí mismo. Y tiene derecho, además, a participar, individual y colectivamente, en el diseño y construcción de ese futuro compartido”
El Derecho al Futuro debería actuar como una actualización de la idea de progreso, disociada del concepto moderno de crecimiento, pero sin renunciar a él y, menos aún, confrontándolo. Es tremendamente ingenuo pensar que en una subasta de expectativas la gente va a pujar por la opción más limitante o restrictiva para sus intereses particulares.
Es imperativo negociar y contextualizar lo que significa consumir o poseer más en un escenario de escasez y finitud, pero la idea de una vida mejor es universal e irrenunciable. Y lo es, al menos, por dos motivos. Por un lado, porque un hipotético ejercicio de estoicismo colectivo es incompatible con esa pulsión humana que nos inclina hacia el deseo. Y, por otro, porque ofrece un flanco demasiado obvio a quienes quieren canalizar el malestar de la mayoría para garantizar la perpetuidad de su minoritario, excluyente e insaciable privilegio.
El Derecho al Futuro es un proyecto abierto y en construcción, calculadamente ambiguo, que nos deberá llevar a reflexionar y debatir con ambición y sin prejuicios durante estos años, sin otras fronteras éticas que las que definen esos dos grandes ejes rectores que son incluir y aprender.
El Derecho al Futuro enuncia con palabras nuestra propia teoría de cambio, que inspira, a su vez, nuestro trabajo operativo en todos nuestros proyectos, las herramientas que producimos, los eventos que facilitamos, los servicios que diseñamos, los laboratorios que experimentamos, las políticas públicas que orientamos o las narrativas que construimos. Todo confluye en un mismo propósito, generar cambio sistémico al servicio de un nuevo contrato social. No nos interesa la innovación sin más, nos moviliza la innovación que mejora la vida de la gente.
No es casualidad que la primera versión del hexágono de la innovación, que hoy da nombre a nuestra organización, fuera concebida durante aquella residencia en Washington en 2019, en aquellos meses de incertidumbre durante el final del primer mandato de Trump, en la que comenzamos a teorizar la necesidad de diseñar una nueva generación de organizaciones, herramientas y metodologías, para combatir las crisis de desafección y de imaginación que asolaba nuestras sociedades e instituciones.
No es casualidad, tampoco, que el modelo de innovación hexagonal se base, por un lado, en tres vectores que son constitutivos de la idea de comunidad (abrir, mezclar, colaborar) y que nos invitan a incluir. Y, por otro, de tres otros vectores que son constituyentes del futuro (experimentar, agilizar y digitalizar) y que nos obligan a aprender.
Inauguramos aquí una colección de reflexiones sobre el Derecho al Futuro con la que Hexagonal quiere proyectar una conversación abierta, crítica y transformadora que inspire a profesionales, equipos y organizaciones preocupadas, confusas o desorientadas, en este tiempo de desconcierto y perplejidad.
Le seguirá a este artículo una pieza de nuestro amigo y patrono honorífico de la Fundación José María Lassalle titulada Imaginar la Esperanza. En paralelo a este ejercicio teórico, convencidos de que nuestra misión es conectar el universo de las ideas con la práctica real, seguiremos implementando proyectos que cristalicen y aterricen el Derecho al Futuro a todos aquellos sectores y territorios en los que encontremos aliados.
Raúl Oliván,
Director de Hexagonal