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Hace ya mucho tiempo que aprendimos que la cultura era una dimensión propicia sobre la que construir relaciones de confianza y afecto entre personas, comunidades y países. Un lugar en el que encontrarse, crear y aprender juntos, desafiarnos a nosotros mismos, celebrar las diferencias o jugar a mezclarse con gozo y alegría. Imaginar y experimentar, en definitiva, otras vidas posibles.
Quizá por eso mismo, ahora que la confianza y el afecto cotiza a la baja en el mercado global de valores y creencias, volvemos a mirar a la cultura y le otorgamos una misión central en la agenda política.
El sueño de la modernidad, esa enorme vidriera que se hizo añicos en el siglo pasado, y que se fue transformando en cristal molido tras décadas de fragmentación individualista, parece derramarse como una playa de egos digitales en la que resulta cada vez más complejo levantar algún edificio colectivo.
Los datos, tozudos, desmienten los relatos, pero son mucho más lentos. El éxito de los Objetivos del Milenio debería legitimar la senda de la Agenda 2030, pero ésta es, sin embargo, atacada y caricaturizada por sus adversarios. El sistema global de señalética de la historia, la gran fecha reflectante que debe orientar a una multitud ensimismada, está siendo permanentemente saboteado.
Ni siquiera la gran operación de concierto social que exigió la pandemia, desplegada con un gran consenso transversal entre las principales familias políticas de la Unión, ha estado exenta de críticas para los más escépticos. Se socializan las pérdidas, pero se privatiza el regocijo. La dialéctica de confrontación total bloquea cualquier concesión al adversario.
Concurren en el tiempo dos corrientes de fondo que están alterando la circulación sistémica de emociones. Por una parte, una creciente hegemonía del presentismo, vinculada con una suerte de adicción consuntiva a lo instantáneo. Nuestra paciencia dura, según el algoritmo, o quizá precisamente debido a él, cada vez menos segundos. El cortoplacismo gobierna también un paquete importante de las decisiones en nuestras instituciones, sometidas a la cadencia que marca el calendario electoral, en el mejor de los casos, cada cuatro años.
Nuestra incapacidad para el compromiso a largo plazo no solo desafía los derechos de las próximas generaciones o de los no nacidos, también menoscaba nuestras propias posibilidades de vida en las próximas décadas, cuando no en los próximos años. No en vano, los neurólogos han demostrado que tenemos el mismo nivel de empatía con nuestro yo del futuro que un extraño, es decir, bien poca.
Y son justamente extrañeza y otredad los ingredientes principales de los que se compone la segunda tendencia que caracteriza nuestro tiempo. Mientras el humanismo nos convocaba a un gran proceso de integración y concordia, su monopolio intelectual comenzó a cuestionarse en el último tercio del siglo pasado, conforme emergían voces que reivindicaban la diferencia y la inviolabilidad de la esfera privada de los individuos. Unos desde una pulsión posmoderna que nacía del recelo hacia ese enorme colapso que culminó en 1989. Otros desde una desprejuiciada defensa del libre albedrío, no en un sentido civil y republicano, sino en su dimensión más desagregadora y desvinculante.
Esta ofensiva individualizadora no ha perdido ni un ápice de vigencia hasta nuestros días. Todo lo contrario. Se ha capilarizado con éxito en agendas, discursos y escuelas de pensamiento, ocupando cada vez mayor presencia en el espacio político, con galopadas reseñables a lomos de nuevos movimientos políticos que no estaban, ni se les esperaba, a finales del siglo pasado.
Cortoplacismo e individualismo conforman una dupla que se retroalimenta, y juntos representan la gran ofensiva contrahegemónica frente a la democracia liberal y el contrato social.
Entre tanto, las instituciones han experimentado altibajos en su capacidad de interpretar y articular lo público y lo común, perdiendo potencia en su papel de catalizadores del contrato social, mientras la brecha entre ellas y la ciudadanía no deja de crecer, según la mayoría de los índices de confianza en la democracia.
La razón de ello la encontramos en una doble crisis. Por un lado, de afección, que le dificulta a las instituciones sintonizar emocionalmente con la sociedad, especialmente con la juventud; y por otra, de imaginación, que es autoinfligida porque es consecuencia directa de las trabas burocráticas y laberintos normativos que han creado ellas mismas, y que abortan cualquier conato de talento y creatividad, sin los cuales, es imposible repensarse desde dentro.
Este es el contexto que explica la obsolescencia parcial del contrato social. Si concebimos el contrato como un pacto que se da a sí misma una comunidad determinada para hacer frente al riesgo, en la expectativa y esperanza de que a sus miembros les irá mejor juntos que por separado, se entiende perfectamente la encrucijada de esta herramienta política en la actualidad.
De una parte, la nueva generación de retos y problemas complejos, cada vez más emergentes e interconectados, ha multiplicado el nivel de incertidumbre y, con él, el de ansiedad (cambio climático, revolución digital…) cuestionando la fe en el futuro, hipótesis central en la que se basa el contrato social. De otra, el otro gran eje sobre el que se proyecta, el de la identidad, es decir, en la definición de quiénes son los accionistas de ese hipotético futuro mejor, no ha dejado de tensionarse en las últimas décadas (tensiones tanto para excluir a colectivos de esa comunidad, como los discursos racistas y xenófobos; como para integrar a colectivos que no tenían plenos derechos, como el feminismo o el movimiento LGTBQ+, por ejemplo).
En este contexto, pensar el papel de la cultura al servicio de un nuevo contrato social, y en concreto, el rol de la cultura para el desarrollo, implica atravesar absolutamente todos los dilemas y contradicciones de nuestro tiempo.
Para acometer este viaje, que debe dar soporte teórico e inspirar toda una batería de planes, programas, proyectos y acciones durante la próxima década, nos parece oportuno introducir una innovación conceptual en torno a la provocadora idea del Derecho al Futuro.
No nos interesa aquí desplegar una justificiación iusfilosófica sobre un derecho como tal que habría que desarrollar en una hipotética ley, sino esbozar un nuevo paradigma lo suficientemente abierto y poroso, desde el que poder convocar una reflexión colectiva que agite y movilice afectos, intereses y energías, a uno y otro lado de los amplios márgenes que delimitan las fronteras del contractualismo contemporáneo.
Un relato de base amplia que permita a las instituciones resintonizar con las generaciones más jóvenes, superando sus crisis de afección e imaginación y, de paso, devolviendo a la marginalidad a los discursos de odio y miedo, para minimizar su capacidad de amenaza a los cimientos éticos de nuestras sociedades.
En estos términos, la cultura puede y, seguramente, debe también actuar como un espacio donde debatir, instalar, experimentar y testar el Derecho al Futuro. Ningún otro lugar reúne las condiciones de representación simbólica, evocación, transdisciplinariedad y cuestionamiento crítico, como la cultura.
El Derecho al Futuro actuaría como estandarte conceptual de una nueva generación de políticas y programas culturales que medirían su impacto en base a su contribución a la contractualidad social, es decir, en relación a su capacidad de construir afecto, confianza, comunidad y esperanza en el futuro; y también por su potencia para combatir el miedo, el odio, el cortoplacismo y el hiper individualismo, que son los disolventes más eficientes de la cohesión y la convivencia.
Estos objetivos se concretarían en pautas e indicadores ya conocidos: participación, apertura, transparencia, diversidad, inclusión, mestizaje, colaboración, conectividad, cohesión social, sostenibilidad, conciliación, distribución, agilidad, experimentalidad, digitalización… que no serían difícil de cuantificar y evaluar porque, en general, se está haciendo ya.
El Derecho al Futuro no implicaría ni mucho menos una revolución en el tipo de programas y acciones de la cooperación española. Es posible que, para muchos, los cambios fueran a corto plazo imperceptibles. A largo plazo, sin embargo, el nuevo paradigma nos llevaría a destinos bien diferentes.
Desde el Derecho al Futuro, marcos y metodologías como la innovación social, el future thinking, la investigación acción-participación, la ciencia ciudadana, la sensorización ciudadana, los laboratorios de innovación, la cultura viva y comunitaria, las epistemologías feministas, el co-diseño, el afro-futurismo, el diseño crítico, la participación ciudadana, educación para una ciudadanía global, la visualización de datos, la intersección de arte y tecnología, las comunidades de práctica o las redes de aprendizaje, entre otros ejemplos productores de contractualidad social, cobrarían un protagonismo destacado en los programas, en las convocatorias y en los centros culturales de la cooperación española.
Por otro lado, vincular la cultura al contrato social no implicaría una instrumentalización de la misma, como es posible que algunos se apresten a alegar rápidamente, sino simplemente enfatizar su propia condición fundacional, en tanto que sistema de creencias y valores que habilita el pensamiento plural y eleva la comunicación más allá del intercambio primitivo de significados.
El Derecho al Futuro puede convertirse en una fuente de provocación e inspiración para gestores y centros culturales, un lugar fértil desde el que crear para artistas y curadores, un terreno ilimitado para la investigación y la producción inter y transdisciplinar, conectando comunidades de city makers, activistas, emprendedores, hackers o intelectuales.
También puede, quizá, reivindicarse como un relato poderoso y electrizante, pero a la vez humilde y respetuoso con nuestros socios, aliados y contrapartes, no solo para la nueva estrategia de Cultura para el Desarrollo, sino para la propia estrategia país de Cooperación al Desarrollo. El Derecho al Futuro puede convertirse, quizá, en una innovación política que España pueda aportar en Mondiacult o en Summit of the Future.
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Nota: Este texto forma parte de las aportaciones teóricas a la nueva Estrategia de Cultura para el Desarrollo. La AECID ha impulsado un proceso de reflexión para actualizar el documento de 2007, en el que ha invitado a diversas personas expertas a contribuir con sus ideas y miradas, casi dos décadas después. El director de Hexagonal, Raúl Oliván, es una de ellas. Este texto corresponde al encargo de reflexionar sobre la línea 1 de la Estrategia: la dimensión política de la cultura y el nuevo contrato social.
Créditos de las imágenes: Portada: Jeff J. Mitchells | Orificio en Muro de Berlín: 7000 | Concepto de arte digital y NFT en un museo: AntonioSolano